domingo, 6 de abril de 2014

Leyenda del mago y la princesa hechicera Washington Irving - 1832

Hace muchos años, ocupaba el trono de Granada el famoso rey moro Aben-Habuz. Sus hazañas, tal como las relatan las viejas crónicas, no se inspiraban, por cierto, en nobles y honrados propósitos. Amargas lágrimas costaban a sus débiles vecinos los atropellos a que lo impulsaba su rapacidad. De acuerdo con el viejo refrán "el que siembra vientos recoge tempestades", el avaro rey, al llegar a una edad en que las energías abandonan el cuerpo y el espíritu pide paz y tranquilidad, sólo cosechó continuos sobresaltos y angustiosos temores.


 Los príncipes vecinos, a quienes había despojado de bienes y dominios, enterados de que la vejez abatía sus fuerzas, no tardaron en sublevarse y llevar ataques que aumentaban su zozobra y su miedo. La ubicación de la capital del reino no era, por cierto, muy estratégica. Las altas montañas que la rodeaban, hacían casi imposible establecer la proximidad de un ejército. Este favor que dispensaba la naturaleza a sus enemigos, obligó a Aben-Habuz a tomar extremas medidas de vigilancia. Estableció guardias en los picos más altos y senderos practicables. Debían señalar por medio de hogueras la proximidad de los atacantes, para poder enviar inmediatamente los refuerzos necesarios. Pero tales precauciones no vencían la audacia de los príncipes. Cuando él recibía un aviso, sus adversarios, que habían avanzado por algún oculto paso, huían cargados de botín y prisioneros. Esta situación agriaba día a día el fiero carácter de Aben-Habuz.


Un atardecer, mientras examinaba el horizonte esperando ver surgir una de las tantas columnas de humo que señalaban la proximidad de enemigos, le fue anunciada la llegada a la corte de un sabio y viejo médico árabe, que creía proporcionarle algún remedio a sus males. Llevado a su presencia, el visitante le causó honda impresión.Una larga barba blanca le bajaba hasta la cintura. Los años no habían vencido su alta osamenta. Venía caminando desde tierras lejanas sin más arma y sostén que un grueso bastón en el que había grabado misteriosos símbolos. Al decir llamarse Ibrahim Eben Abu Ajib, murmullos de admiración y respeto certificaron la fama que le precedía. No ignoraba el rey y sus cortesanos la existencia de este hijo de Abu Ajib, nada menos que compañero del gran Profeta. Desde niño vivió en Egipto, estudiando, aun por más difíciles que ellas resultaran, todas las ciencias y artes que se transmitían desde la más remota antiguedad. ̈ La astrología no escapaba a su vasto saber, y dominaba la magia en todos los colores del arco iris, porque, según él explicaba, la blanca y la negra sólo era cosa de principiantes. Como un aserto a su vasto saber, la corte comentaba que había hallado el ansiado y muy buscado secreto de prolongar la vida. Que su edad era de más de doscientos años, pero que había hecho su descubrimiento un poco tarde, cuando no había tiempo de borrar canas y arrugas. Como su personalidad y antecedentes daban brillo a la corte y sus achaques necesitaban atención, Aben-Habuz no vaciló en dispensarle los más gratos honores. Hizo amueblar suntuosas habitaciones, pero el mago no se avenía con el bullicio del palacio y decidió habitar en una caverna situada en la montaña sobre la que se levantaba el real albergue. Dispuestos los arreglos convenientes, entre ellos perforar la roca en tal forma que le permitiera observar las estrellas a toda hora, grabó en las paredes misteriosos símbolos, desconocidos jeroglíficos egipcios y órbitas de estrellas y planetas. Hizo construir singulares instrumentos, raros mecanismos que causaron la admiración de los artífices de Granada, pero nunca lograron conocer su aplicación: el sabio guardaba profundo secreto. Los consejos de un médico resultan indispensables cuando a cierta edad tienden a aparecer males ignorados. Esa necesidad llevó al docto Ibrahim Eben Abu Ajib al puesto de consejero favorito del rey de Granada.



En una de sus visitas, Aben-Habuz renovó sus quejas contra la continua vigilancia que debía ejercer sobre sus vecinos y el daño que le causaban sus correrías, cuando el mago, después de escucharlo en silencio y meditar un largo tiempo, dijo:-En Egipto, poderoso rey, vi y estudié un prodigioso invento. Se halla colocado en una montaña que domina el valle en que se encuentra la ciudad de Borza, cerca del río Nilo. Está compuesto de dos figuras de bronce: un gallo y un carnero, que giran independientemente sobre un mismo eje. Si algún peligro se cierne sobre la ciudad, el gallo empieza a cantar, mientras que el carnero señala la dirección por donde avanza el enemigo. De esta forma los laboriosos habitantes estaban siempre a cubierto de una sorpresa. -¡Mahoma me ilumine! -imploró el rey-. ¡Es eso lo que necesito! Un carnero y un gallo centinelas.



 Dejaría de temer los asaltos de mis enemigos. ¡Allah Akbar! Es la tranquilidad para mis últimos años. Con suma paciencia esperó el mago a que el rey diera rienda suelta a sus deseos; luego, con voz grave, de quien hace profundas revelaciones, agregó: -Conocéis ya mi viaje a las lejanas tierras de los faraones, siguiendo a los victoriosos ejércitos de Amrou, y cómo trabé conocimiento con la flor de la sabiduría. Un día, paseaba con un respetable sacerdote a orillas del Nilo, cuando interrumpió en forma extraña nuestra discusión sobre un elevado tema astrológico. -Allí es -dijo solemne, al tiempo que me señalaba las grandiosas pirámides- donde se encuentra la verdadera y única fuente del conocimiento. De las tres, la que está en el medio guarda la momia del Supremo Sacerdote a cuyos esfuerzos se deben estos maravillosos monumentos. A su lado se encuentra el excelso libro de la Sabiduría, que encierra los preciados secretos de la ciencia que enseña a Hacer cosas extraordinarias y admirables: la magia. Ese libro lo recibió Adán al ser expulsado del Paraíso; gracias a su ayuda, el rey Salomón pudo construir el templo de Jerusalén y luego, el Supremo Sacerdote, las Pirámides. Saber que existía tal obra y enloquecer por el deseo de poseerla fue una sola cosa. Con los soldados que tenía a mis órdenes y cientos de esclavos egipcios taladré la pirámide hasta dar con uno de los múltiples pasadizos. A riesgo de perder mi vida seguí sus vericuetos y logré encontrar la cámara que guardaba desde hacía siglos la momia del Supremo Sacerdote. Fácil me fue entonces apoderarme del libro y abandonar con gran alegría el impresionante monumento..." -Pero, ¿de qué me sirve, sabio Ibrahim -interrumpió impaciente Aben Habuz-, el hecho de que te hayas apoderado del libro de la Sabiduría?-Pronto lo sabrás, poderoso señor; él me ha instruido en preciadas cosas. Gracias a él no sólo obligo a un gentío a que venga en mi ayuda, sino que puedo construir un aparato muy superior al que te he descripto. -Sabio Eben Abu Ajib -imploró el-rey-, hazlo. ¡Consigue la tranquilidad de mis últimos años, y todos mis tesoros serán tuyos! -¡Allah Akbarl ¡Lo que es, es! ¡Lo que ha de ser, será! -contestó el mago, dando término a la entrevista. Y sin perder tiempo se dispuso a cumplir los anhelos del rey.


Comenzó a construir sobre la parte más alta del palacio una elevada torre, sobre la cual fijó un eje, en el que giraban, en vez de un gallo y un carnero, un moro a caballo armado de escudo y una lanza, que agitaba en la dirección en que avanzaba el enemigo. Debajo de la figura se abría una sala circular con aberturas que dominaban los cuatro puntos cardinales. Frente a cada una de esas extrañas ventanas, situó mesas sobre las que colocó diminutas figuras de guerreros, alineadas en posición de dos ejércitos prontos a darse batalla y separados por una pequeña lanza grabada con misteriosos símbolos. La sala era guardada por una gruesa puerta de bronce con cerradura de acero, cuya única llave guardaba el rey celosamente. La terminación del mágico aparato coincidió con la falta de actividad de sus enemigos. La impaciencia empezó a consumir al viejo rey. -Antes -decía con voz quejumbrosa a sus consejeros- me molestaban con una invasión diaria; ahora parece que estos bandidos no existen. -Ya vendrán -solía repetir muchas veces al día Eben Ajib. Pronto estas palabras tuvieron confirmación. Un amanecer, el guarda de la torre dio la voz de alarma. La figura del moro había girado hacia la Sierra Elvira y su lanza se agitaba en dirección al Paso de Lope. Aben-Habuz saltó del lecho, gritando alborozado: -¡Que las trompetas llamen a las armas! Pero el mago, que había seguido en silencio al oficial portador de la noticia, exclamó: -De nada tienes necesidad, ¡oh rey! Dejad las armas tranquilas y a vuestros guerreros en el descanso. Sólo pido que os dignéis subir a la torre.Con gran trabajo y gracias a la ayuda del bicentenario Ibrahim, consiguió el viejo rey ascender por la larga escalera. Abierta la pesada puerta, vio con asombro que la ventana que dominaba la dirección por donde se señalaba la presencia del enemigo estaba abierta. Eben Ajib, después de observar un instante la montaña, habló al rey: -Ya sabe por dónde avanza el enemigo, pero ten a bien observar lo que ocurre en esta mesa. El asombro de Aben-Abuz no tuvo límites. Las pequeñas figuras de madera estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban, los jinetes agitaban sus lanzas, como el zumbido de un lejano mosquito se escuchaba el sonido de trompetas, choques de armas, gritos y relinchos. -Esto prueba que tus enemigos siguen avanzando. ¡Pero no te inquietes, poderoso rey! -agregó el mago-. Si quieres que se retiren sin causarles daño, toca las figuras con el asta de esta pequeña lanza, pero si deseas destrozarlas, hiérelas con la punta. Aben-Habuz luchó un instante con su conciencia. La ira agitó la larga barba. Su cara tomó un color violáceo. Demasiado daño le había causado la rebeldía de sus vecinos como para olvidarlos y otorgar clemencia. -Debe haber algún escarmiento -exclamó trémulo, y tomando la lanza mágica hirió a unas y tocó a otras figuras, las que sin tardanza se trababan en ruda pelea. Grandes esfuerzos tuvo que hacer el mago para dominar el entusiasmo del rey, impedir la muerte de todos sus enemigos y convencerlo de que ya era tiempo de abandonar la torre y enviar tropas en averiguación de lo ocurrido. Pronto retornaron los emisarios con una grata noticia. Un poderoso ejército llegado hasta cerca de Granada, se había retirado al producirse entre sus jefes una agria discusión, finalizada en sangrienta lucha. Al demostrarse las fantásticas virtudes del aparato, Aben-Habuz ordenó se celebraran grandes fiestas, en las que el mago ocupaba el sitio de honor. -Como has conseguido -díjole un día- mi tranquilidad y supremacía, pídeme, sabio Ibrahim Eben Abu Ajib, la recompensa a que tienes derecho.-¿Qué puedo pedirte, oh rey? Los estudiosos nos contentamos con bien poco. Facilítame los medios para mejorar en algo mi humilde habitación. -Así será -contestó Aben-Habuz sin poder contener una sonrisa, pensando qué ingenuos y fáciles de contentar eran los verdaderos filósofos. Y sin perder un instante dio orden al tesorero para que entregara al sabio las cantidades requeridas para poner en condiciones la caverna que habitaba. Las humildes necesidades de Ibrahim Eben Abu Ajib consistieron en hacer abrir habitaciones contiguas a la primitiva sala; cubrir las paredes con delicados y maravillosos tapices de seda de Damasco, los pisos con ricas alfombras de Esmirna, sobre las cuales lucían valiosas otomanas y preciados divanes. -Los huesos se resienten después de tanto dormir sobre un duro lecho, y a mi edad -agregaba- tampoco se podía sufrir la humedad que destilaban estas paredes. En una de las salas hizo construir un regio baño de mármol verde con delicadas fuentes que vertían, además de exóticos perfumes, aceites balsámicos y aromáticos. -Esto -explicaba cada vez que se sumergía en el tibio compuestodevuelve al cuerpo la agilidad que pierde en tantas horas de meditación y estudio. Como la luz que llegaba por la abertura de la sala era insuficiente, ordenó colocar en todos los aposentos costosas lámparas de oro y fino cristal, que llenó con un aceite especial cuya fórmula estaba en el Excelso Libro de la Sabiduría y que daba una luz más suave y delicada que la del más hermoso día. Era la única, según él, que no fatigaba sus ojos en la lectura de los misteriosos papiros. Estos arreglos que parecían no tener fin, - alarmaron al celoso tesorero. Un día, después de sumar las cantidades gastadas en la decoración del retiro del mago, dio un grito de asombro y corrió a informar al rey de tal derroche. -No desesperes -aconsejóle Aben-Habuz-; estos sabios tienen sus caprichos y hay que respetarlos; ya terminará por cansarse de amueblar su vivienda.El tiempo dio razón al rey. A poco finalizaron los trabajos de lo que el sabio llamaba su humilde morada, y que era, para los demás, un lujoso y confortable palacio subterráneo. -¿Estáis contento? -preguntóle un día el tesorero. -¡Así..., así! -contestó Abu Ajib-. Mi aposento está completo; sólo me resta encerrarme y consagrar mi tiempo al estudio, pero algo falta para entretener o alegrar mis fatigas mentales. -¡Poderoso mago, tus deseos son órdenes! -Es una pequeñez, cosa sin mayor importancia: algunas bailarinas y cantantes. -¡Bai ... la... rinas ... ¡ -tartamudeó asombrado el tesorero. -¿Qué tiene de particular? -replicó el sabio con cierta gravedad-; mi espíritu, aunque de alguna edad, necesita recrearse. Sencillos son mis gustos, pero, de cumplirse mi deseo, quiero que éstas estén en la flor de la juventud y posean exquisita belleza. Sólo así puede encontrar distracción un filósofo. Satisfechos sus deseos, los días comenzaron a transcurrir con suma placidez. Ibrahim Eben Abu Ajib, encerrado en su caverna, alternaba sus estudios con las gracias y melodiosos cantos de las danzarinas. El rey entretenía sus ocios encerrado en la torre, disponiendo cruentas batallas y destrozando imaginarios ejércitos. Como el juego llegó a cansarlo, le dio realidad provocando en toda forma a sus adversarios. Los ataques de éstos no se hicieron esperar, pero las continuas derrotas calmaron sus odios y los llevaron a proclamar la invencibilidad del viejo rey y a pasar por alto sus insultos. Falto de actividad, volvió Aben-Habuz a caer en nuevo aburrimiento. Bulliciosas fiestas, magníficos torneos o hermosas doncellas sólo despertaban momentáneo interés. Pasaron algunos meses. Convencido de que aquel hastío no llevaba miras de terminar, resolvió, después de una noche de cruel insomnio, llamar al mago y ordenarle buscara una nueva distracción. Pero su resolución no llegó a cumplirse. Un jadeante oficial irrumpió en sus aposentos para informarle que el moro de bronce, inmóvil durante tanto tiempo, había girado y agitaba su lanza hacia una de las montañas de Guadix.A medio vestir y sofocado por la rapidez, llegó Aben-Habuz a la sala de la torre. La ventana situad: en aquella dirección permanecía cerrada y las pequeñas figuras guardaban extraña quietud. Venciendo su asombro ordenó que varios destacamentos, exploraran cuidadosamente las montañas vecinas. La curiosidad lo mantuvo en suspenso durante tres días. Cuando sus ojos fatigados por la vigilancia en la torre se cerraban para descansar, el bullicio de la tropa que regresaba de la inspección lo alteró nuevamente. -Majestad -informó el oficial que mandaba los guerreros-, podéis estar tranquilo en absoluto. El enemigo no se ha atrevido a asomar por el reino de Granada. Sólo os puedo anunciar la captura de una bellísima joven cristiana que descansaba cerca de una vertiente. La sorpresa abrió los semicerrados ojos de Aben Habuz. Atusándose la barba dijo: -¿Una joven habéis dicho? ¿Bella para más? ¡Traedla inmediatamente! Cumpliendo con la real orden fue llevada a su presencia una doncella de prodigiosa belleza. Un ¡ah! de asombro recorrió la sala del trono. Nunca se había visto tan esbelto cuerpo ni tan gracioso y exquisito andar. Su cabellera, recogida en trenzas y adornada con joyas, palidecía al más oscuro negro mate. Sus facciones tenían rara simetría; sus rosados labios dejaban entrever dos hileras de dientes capaces de ruborizar a una perla. Dos delicadas rosas eran sus mejillas, y su cuello una alhaja, rodeada por una cadena de oro con una lira de plata. Los fulgores de sus ojos, que apagaban los de los brillantes que adornaban su frente, produjeron tal incendio en el viejo corazón de Aben-Habuz, que casi llegó a perder los sentidos. Dominando aquella extraña pasión, alcanzó a preguntarle: -¡Oh maravillosa joven! Cuéntame cómo has llegado a mi reino. Una voz dulce y melodiosa que lo turbó más aún, contestó: -Huyendo de los enemigos de mi padre, un príncipe cristiano caído en desgracia y prisionero... -No te dejes engañar -interrumpió el mago Ibrahim al oído de AbenHabuz-. Ella es el enemigo señalado por el moro de la torre. En sus ojos leo algo maléfico. En su rostro advierto cosas que me hacen sospechar que es alguna cruel hechicera transformada en hermosa doncella para dominarte.-Sabio Abu Ajib -respondió el rey con enojo-. Tu ciencia será profunda, pero en cuanto al conocimiento de estas cuestiones femeninas, lo desafío al mismísimo rey Salomón. 



Esta joven en quien crees ver una maléfica hechicera, es una bella e inocente paloma, que da recreo a mis ojos y amor a mi corazón. -Ten presente, poderoso rey -insistió Ibrahim-, que mi proceder ha sido desinteresado. He contribuido a destrozar a tus enemigos; en cambio ahora te solicito me cedas a esta joven, que al par que entretenga mis momentos de descanso, la estudiaré por si encuentro en ella una hábil hechicera y poder así destruir sus malas artes. -Tus pretensiones -repuso con voz agriada Aben Nabuz- no tienen límites; ¿para qué quieres más bailarinas? -Ninguna de ellas toca la lira de plata, y un rato de música es agradable cuando la mente se halla fatigada. -¡Pues búscate otra música! -gritó el rey en el colmo de la ira-. Esta joven es mía y nadie en el mundo me la arrebatará. Siento tanto cariño por ella como David, padre de Salomón, sintió por la sulamita Abisag. Los presagios y ruegos de Ibrahim terminaron en borrascosa discusión. El mago ofendido por las palabras del rey, se retiró a sus aposentos. Aben-Habuz, riéndose de sus profecías, se dedicó a hacerle la corte a la bella princesa. Creía suplir su falta de juventud y atractivos físicos con espléndidos regalos. Los mercaderes de Granada debían venderle las joyas más preciadas, las más raras y delicadas esencias, sedas y encajes que llegaban de Asia y África. La ciudad vivía de fiesta en fiesta. Bailes, torneos, corridas de toros se daban en alegre continuidad. Nada conmovía a la princesa. Regalos y fiestas los recibía como cumplidos, más que a su alcurnia, a su belleza, de la que estaba muy envanecida. Su conducta parecía guiada por el propósito de arruinar a su viejo admirador, haciéndole gastar sumas fabulosas en innecesarios objetos. Nada de lo que ideaba Aben-Habuz vencía la amable reserva de la princesa. No lo desairaba ni le sonreía. Cada vez que, incontenible, le declaraba su amor, ella, como respuesta, pulsaba la lira de plata. Sus melodiosas notas parecían estar acompañadas del misterioso poder de sumir al viejo rey en un sueño irresistible, del que despertaba horas después con mayor vigor, pero curado por varios días de su avasalladora pasión. Mientras Aben-Habuz vivía en este ensueño olvidaba día a día los deberes para con su reino. Los cortesanos, y luego el pueblo, empezaron a murmurar lamentándose del estado de idiotez de su soberano y del derroche a que lo conducía su favorita.La situación llegó a agravarse cuando el pueblo, perdiendo todo respeto, intentó asaltar el palacio y matar a la princesa cristiana. El temperamento guerrero volvió a renacer en el pecho del rey. Al frente de sus tropas atacó a los sublevados, derrotándolos y ahogando toda posibilidad de nueva insurrección. Al reinar la tranquilidad, Aben-Habuz hizo llamar al mago Ibrahim, que permanecía en sus aposentos sin olvidar las ofensas y el triste resultado de su pedido. Con voz amable y ánimo de congraciarse, le dijo: -Debo confesarte, sabio Abu Ajib, que tus profecías sobre la hermosa cristiana se han cumplido. Espero de ti los consejos que me libren de futuros peligros. -Solamente puedo darte uno -replicó solemne Ibrahim-, que alejes cuanto antes de tu lado a esa joven que causará tu ruina. -Eso es imposible -gimió dolorido Aben-Habuz-. ¡Preferiría en este caso perder mi reino! -Es que perderás ambas cosas -vaticinó el mago. -No me abandones en esta cruel situación -imploró el rey-. Ten piedad de mis sentimientos y busca la forma de evitar mayores riesgos, y cumplir mi anhelo de hallar, lejos de las obligaciones e hipocresías de la corte, un retiro pleno de amor y placidez. Ibrahim meditó unos instantes, luego examinó con atención el arrugado rostro del rey. -¿En qué forma me recompensarías si te suministro lo que anhelas? -¡Concederé lo que pidas! ¡Palabra de rey! -¿Habéis escuchado, magno soberano, algún relato del asombroso jardín del Irán, maravilla de la Arabia Feliz? -Como buen creyente conozco lo que a su respecto dice el Libro del Corán, en el capítulo "La Aurora del día". Además he oído de labios de peregrinos relatos increíbles y portentosas descripciones de ese lugar. Pero los he considerado como exageraciones de viajeros para deslumbrar a sus oyentes... -Tu incredulidad es inexacta. Lo dicho por ellos es verdad - interrumpió Abu Ajib-. Tuve la suerte de ver el jardín y el palacio del Irán y si tu paciencia es grande, ten a bien de escuchar mi relato, en el que hallarás algo semejante a tus deseos: Siendo joven erraba por el desierto cuidando los camellos de mi padre, cuando un día uno de ellos se extravió en las dunas de Aden. La larga búsqueda agotó mis fuerzas. Alcancé a llegar a un pequeño oasis, donde me tumbé a dormir. Grato fue mi despertar frente a las puertas de una hermosa ciudad, rodeada de jardines de incomparable belleza, que recorrí con asombro y temor. Sus palacios, calles, plazas y mercados estaban desiertos. Ni un solo ser viviente habitaba en ella. Impresionado por el silencio, resolví volver al oasis, y cuando alcancé a cruzar la puerta por donde había entrado, me volví a admirar sus bellos monumentos, pero la ciudad había desaparecido en las arenas del desierto. Preocupado por lo que creía un sueño, me orienté tratando de dar con la caravana. En el camino tuve la fortuna de encontrar a un viejo sacerdote mahometano, de mucho saber y conocimiento en leyendas y tradiciones. Después de oírme me explicó que había visitado el maravilloso jardín del Irán, que solía aparecer de vez en cuando a los viajeros del desierto. Su origen se remontaba a la antigua época en que la tribu de los Additos poblaba esas tierras. El rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, tuvo la idea de fundar una hermosa ciudad. Cuando se terminó de construir era tan extraordinaria y magnífica, que el rey resolvió edificar un palacio con jardines que superaran a los que, según el Libro del Corán, existen en el paraíso celestial. Pero su soberbia fue severamente castigada por Alá. El rey y sus súbditos desaparecieron misteriosamente. Un velo cayó sobre la ciudad, ocultándola a la vista humana, y suele descubrirse de vez en cuando, como un ejemplo del castigo que merece la vanidad.



 Esta leyenda unida al recuerdo de la maravillosa ciudad no alcanzó a borrarse de mi mente. Al conseguir el Libro de la Sabiduría, resolví, como una de las primeras cosas, visitar nuevamente el jardín del Irán. Fácil me fue hallarlo, e instalándome en el palacio del rey Sheddad, gocé durante algún tiempo de las delicias de aquel edén. Mi poder obligó al genio que cuidaba la ciudad a informarme cómo se hacía invisible tanta belleza. Así es como puedo construir, si lo deseas, un palacio y un jardín que superen en magnificencia a los del Irán. Mi poder es mayor del que requiere esa empresa. Acuérdate que poseo el Libro de la Excelsa Sabiduría, anterior al gran Salomón." -Abu Ajib -imploró Aben-Habuz-. Demasiado conozco tu saber y poder para que me atreva a ponerlos en duda. Sólo te pido que me hagas un palacio semejante al que me has descrito y te recompensaré hasta con la mitad de mi reino. -¡Bah! -contestó despectivo el mago-. Nosotros los que consagramos nuestra vida al estudio consideramos las riquezas como producto del egoísmo, pero para conformarte, te pediré que me regales el primer animal cargado que cruce la puerta del encantado palacio. El rey no ocultó su alegría y apresuró la respuesta a tan poco pedir. Ibrahim, demostrando una actividad insospechada, empezó a construir sobre sus habitaciones subterráneas, en el centro de un patio rodeado de gruesos muros, una torre con sólidas puertas, en torno a la cual, con la ayuda de un cincel y una maza, labró dos misteriosos símbolos; una gran llave y una mano gigantesca. Pronunciando algunas palabras cabalísticas, dio fin a su trabajo. Finalizada la obra, después de permanecer dos días en sus aposentos haciendo misteriosas experiencias, subió a lo alto de la montaña. Pasada la medianoche fue a despertar a Aben-Habuz y le dijo: -Poderoso rey, mi obra está concluida. En lo alto de la montaña se encuentran a tu disposición el palacio y los jardines de la belleza más fantástica que pueda concebir la imaginación del hombre. Cuenta con las propiedades del jardín del Irán, que queda oculto a todo el que no posea la clave secreta que enuncia el Libro de la Suprema Sabiduría. -¡Oh! -exclamó asombrado el rey-. En cuanto amanezca me instalaré en ese palacio. Las pocas horas que faltaban para nacer el nuevo día, transcurrieron para Aben-Habuz con una lentitud desesperante. Antes que el sol iluminara los picos de Sierra Nevada, ya estaba a caballo dispuesto para la partida. A su lado, sobre un hermoso animal, cuya blancura podría rivalizar con la nieve, iba la princesa cristiana, más hermosa que nunca, luciendo un maravilloso vestido adornado con brillantes y esmeraldas. El mago Ibrahim, que no gustaba de los ejercicios ecuestres, caminaba al otro lado del rey ayudándose con su bastón y sin dejar de observar a la joven y a la lira de plata que conservaba sujeta a la cadena de oro que rodeaba su cuello. La curiosidad impacientaba a Aben-Habuz. Estaban por llegar y no divisaba las torres del monumental palacio ni los deliciosos jardines prometidos. -Ya te previne -explicó Abu Ajib- que guarda los mismos hechizos que el del Irán. Nada has de ver hasta pasar por la puerta mágica.Cuando llegaron al patio amurallado Ibrahim indicó al rey fijara su atención en la llave y la gigantesca mano labrada sobre y a cada uno de los lados de la enorme puerta. -Estos son -dijo- los símbolos que protegen la entrada al maravilloso retiro. Hasta que esa mano suba y tome la llave no habrá en el mundo quien pueda atentar contra la tranquilidad del dueño de estas montañas. El asombro que le produjo cosa tan notable distrajo tanto a AbenHabuz, que ni siquiera notó que el caballo de la princesa pasaba por la puerta hasta llegar al centro del patio. Un grito del mago lo trajo a la realidad. -¡Ah!, rey de Granada -dijo alborozado-, he aquí mi recompensa: el primer animal con su carga que atravesara la puerta encantada. Aben-Habuz aumentó su buen humor. No esperaba por cierto una broma semejante, pero cuando la insistencia del mago le indicó que aquello era cosa seria, el enojo turbó su mente y sosteniendo la barba que se sacudía al son de su ira, exclamó: -Ibrahim Abu Ajib, no tolero bromas de mal gusto ni torcidas interpretaciones a mi promesa. Ella era de entregarte el primer animal cargado que atravesara esa puerta; toma, pues, la más robusta mula y cárgala con mis mejores joyas, pero no pretendas, ni aun en broma, quedarte con la dueña de mi corazón. -De sobra sabes -contestó el mago- que desprecio los tesoros. Me basta para poseerlos el Libro de la Excelsa Sabiduría, así que no niegues lo que en buena ley prometiste; entrégame la cautiva como cosa mía. A todo esto la princesa seguía, con despectiva sonrisa y desde su cabalgadura, la discusión de aquellos dos ancianos sobre la propiedad de su belleza. Aben-Habuz, después de girar la cabeza como buscando nuevas fuerzas, estalló indignado: -¡Ratón del desierto! ¡Guarda tu saber y rinde respeto a tu señor y a tu rey! -¡Ja! ¡ja! -rió irónico Abud Ajib-, no sabía que tus pretensiones llegaban a tanto, iluso muñeco que ordena obediencia a un monarca de la sabiduría. Conténtate, Aben-Habuz, en manejar tu pobre estado y gozar en ese paraíso de locos, mientras yo me divierto a tu costa en mi humilde retiro.Acompañando sus últimas palabras con un gesto de desdeñosa superioridad, tomó la brida del caballo que montaba la bella princesa y golpeó con su bastón la superficie del patio. Un suave temblor agitó la montaña, el mago y la cautiva desaparecieron tragados por la tierra, la que volvió a unirse sin dejar la más pequeña señal de lo ocurrido. Largo tiempo quedó Aben-Habuz sin habla. Pero al fin, consiguió salir de su aturdimiento y, venciendo el dolor de su corazón, dio frenéticas órdenes de que se cavase en el lugar en que se había ocultado el testarudo mago. Todos los esfuerzos realizados para descubrir su retiro fueron inútiles. Al llegar a cierta profundidad la tierra volvía a unirse tapando los pozos cavados. La entrada a los aposentos de Ibrahim había desaparecido tras una pared de roca en la que se destrozaban las herramientas que pretendían taladrarla. La desesperación del rey no tenía límites. A la pérdida de la amada se añadía la ineficacia del aparato construido por Abu Ajib. La figura del moro había girado y su lanza permanecía inmóvil después de señalar el lugar por donde se había hundido el mago. Para mayor tortura, cuando apenas la calma volvía a su corazón llegaban, al parecer del interior de la montaña, e invadían los aposentos del castillo, melodiosas canciones que acompañaban las dulces notas de la lira de plata. Un día un pobre pastor pidió ver al rey. Después de mucho insistir fue llevado a su presencia. Buen rato permaneció de rodillas antes de que el mal humor del monarca le otorgara permiso de hablar. -Perdóname, rey mío -dijo el pastor-, si no te traigo una buena noticia. Hoy, al amanecer, mientras buscaba una cabra extraviada encontré un pasaje que parecía atravesar la montaña. Venciendo mi temor lo seguí hasta llegar, con gran sorpresa, a los aposentos del mago. -¡Al fin -exclamó frenético el rey- podré acabar con ese miserable! -Fácil te será -agregó el pastor- porque cuando lo vi, Ibrahim Eben Abu Ajib descansaba sobre un lujoso diván adormecido por una mágica melodía que arrancaba de la lira de plata la princesa hechicera. El rey, guiado por el pastor y seguido por los cortesanos, corrió a buscar el pasaje descubierto, pero fue inútil, éste había desaparecido.Ordenó efectuar nuevas excavaciones que resultaron vanas.


Los símbolos mágicos representados por la llave y la gigantesca mano protegían poderosamente al señor de aquellas montañas. Aben-Habuz alcanzó a vivir unos pocos años más, de los cuales no gozó un solo día de la ansiada tranquilidad. El recuerdo de su bella cautiva, las continuas luchas con los príncipes vecinos y las intrigas de la corte, amargaban de sobra su corazón. El lugar en que Ibrahim dijo o simuló construir el famoso palacio y jardín fue llamado por los habitantes de Granada "La locura del rey" o "El paraíso de los locos". Allí se construyó muchos años después la Alhambra, y sus guardianes, generalmente inválidos o ancianos, caen repentinamente, ya de día o de noche, en un profundo y dulce sueño. La leyenda dice que eso sucederá hasta que la mano alcance la llave y destruya al genio que mantiene encantada a aquella montaña, guardiana de un poderoso mago hechizado por una hermosa princesa.

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